No tenía tacto para aquello.
«Quédate», le dije, pero me temo que el tono de mis palabras era frío, más apropiado para una despedida que para un grito de auxilio. Me aclaré la voz. «Quédate, por favor». Y aquella vez sonó distinto y le brillaron los ojos durante un segundo. Cerré fuertemente las manos y quería saber qué pasaría a continuación, pero me dio miedo preguntárselo. Me quedé quieta, mirándolo. Pasaron minutos y años en aquel momento. Y se nos acabó el orgullo, porque ya era demasiado tarde, y cuando es demasiado tarde ya no puedes perder nada, pero puedes ganarlo todo. Y eso es lo bonito.
«Quédate», le dije, pero me temo que el tono de mis palabras era frío, más apropiado para una despedida que para un grito de auxilio. Me aclaré la voz. «Quédate, por favor». Y aquella vez sonó distinto y le brillaron los ojos durante un segundo. Cerré fuertemente las manos y quería saber qué pasaría a continuación, pero me dio miedo preguntárselo. Me quedé quieta, mirándolo. Pasaron minutos y años en aquel momento. Y se nos acabó el orgullo, porque ya era demasiado tarde, y cuando es demasiado tarde ya no puedes perder nada, pero puedes ganarlo todo. Y eso es lo bonito.
Lo miré. «¿Qué haces?», pensaba. Qué haces provocando huracanes aquí. Qué haces desgarrándome la indiferencia y la distancia de emergencia. Qué haces quitándote el pantalón. Y cuando iba a reprochar su juego sucio, su dedo índice me detuvo, apoyándose en mis labios, callándome, haciéndome desistir por completo.
Había perdido y él lo sabía, por eso sonreía cuando le dije «Vete», porque todo sonaba a mentira. En aquel momento, demasiado tarde para cualquier cosa, solo quería que se quedase a mi lado, para siempre, o al menos con esa misma pasión, como si realmente fuésemos a salvarnos.
Y nada más, aquella noche comprobé que hacer el amor cansa muchísimo más que follar.