"Con ocasión del funeral de una persona querida recordé, hace poco, el sentencioso dictamen de Albert Camus: los hombres mueren sin saber por qué no han podido ser felices. A veces tiendo a pensar que no han podido ser felices porque han perdido demasiado tiempo y derrochando demasiadas energías buscando... la felicidad. Precisamente.
No comparto la moraleja del cuento aquel en que el rey encontró por fin a un hombre feliz, uno solo, y resultaba que no tenía camisa. Es un mito construido para consolar a los pobres y que no hagan la revolución. No se puede ser feliz cuando las necesidades básicas no están cubiertas, eso está claro. Pero es verdad que los seres humanos, una vez satisfecho el mínimo vital -que también es variable, porque mientras más se tiene, más se quiere-, nos empecinamos en definir la felicidad como el logro de una meta, y a ella supeditamos toda nuestra actividad.
Hay quien sitúa esa meta en la conquista del poder, quien anhela la acumulación de riqueza, quien pugna por el prestigio social y quien persigue la fama. Ocurre lo siguiente: o no se consigue el objetivo propuesto, con lo cual se acumula frustración y, por tanto, infelicidad, o se conquista lo deseado, y entonces uno se da cuenta de que no le llena del todo, que lo que parecía el no va más, apenas satisface las expectativas, que lo que se soñó maravilloso acaba pareciéndonos ramplón y minúsculo. Eso, sin contar con que todo resulta pasajero y circunstancial, y nunca dura tanto como nuestras ensoñaciones alimentaron.
Hay quien sitúa esa meta en la conquista del poder, quien anhela la acumulación de riqueza, quien pugna por el prestigio social y quien persigue la fama. Ocurre lo siguiente: o no se consigue el objetivo propuesto, con lo cual se acumula frustración y, por tanto, infelicidad, o se conquista lo deseado, y entonces uno se da cuenta de que no le llena del todo, que lo que parecía el no va más, apenas satisface las expectativas, que lo que se soñó maravilloso acaba pareciéndonos ramplón y minúsculo. Eso, sin contar con que todo resulta pasajero y circunstancial, y nunca dura tanto como nuestras ensoñaciones alimentaron.
Quizás todo es más simple y el destino de los sueños es deshacerse como azucarillos, sea porque no se consiguen o porque siempre necesitamos inventarnos quimeras nuevas. A todo esto, los años pasan y llegamos a alcanzar la sabiduría cuando ya no nos sirve para nada. Suele ser tarde, en efecto, cuando descubrimos -y muchos, ni eso- que la auténtica felicidad está en el camino y no en un destino concreto. Es en el camino, que inexorablemente conduce a la desaparición, tarde o temprano, donde se encuentran las cosas y las personas que podrían hacernos felices si supiéramos valorarlos en el momento en que los tenemos a nuestra disposición. Cualquier momento es feliz... con tal de que ya haya pasado, dijo no sé qué poeta.
¿Estamos condenados, pues? No necesariamente. Sólo hace falta para librarse de esta maldición una buena dosis de sentido común que nos libre de las tentaciones de la ambición y del inconformismo. Horacio lo recomendaba: 'Actúa sabiamente. Destila las uvas para el vino y, para tan breve tiempo, suprime las largas aspiraciones (...) Goza el día que vives, confiando lo menos que puedas en el que ha de venir'. Amén. En cambio, Sinhué el egipcio, lo entendió, como digo, demasiado tarde: 'No sé lo que quiero, pero sea lo que fuere, he estado buscándolo en lugares equivocados'. La vida es tan corta que conviene no equivocarse sobre el lugar de la felicidad, que no está en ninguna parte, sino dentro de cada cual."
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