Supongo que cuando nos enfrentamos a una ruptura amorosa, lo primero que hacemos es buscar culpables. En este caso, y para no dejar de lado esta importante tradición, me gustaría culpar a mi propia inocencia por no darme cuenta de quién eras en realidad.
No fui capaz de comprender los signos de advertencia que se daban a mi alrededor. Comencé a ahogarme en la profundidad de tu mirada y tus silencios me ponían cada vez más ansiosa. Supongo que fue esto lo que me hirió más: tu falta de palabras.
Me hirió que a pesar de que podía sentir la verdad en mi cuerpo, y hasta en el frío que sentía en los huesos, nunca fuiste capaz de decírmelo. Con nosotros no hubo despedidas ni palabras desgarradoras, tú simplemente te desvaneciste, como si repentinamente hubieses tenido la habilidad de hacerte uno con el aire que respiraba.
Nunca admitiste cuál era la verdadera razón por la que me dejabas, y por eso muchas noches sigo preguntándome si la culpa fue mía. Ahora, mientras escribo esto, he decidido que si alguien fue el culpable, fuiste tú y tu incapacidad para decir las cosas por su nombre. Tu silencio fue una constante casi desde el principio. Nunca llegué a ver más de ti que eso. Creo que estaba siempre a la espera de ese momento en el que finalmente te quitarías la máscara y me revelarías a tu verdadero yo. Imaginaba que ese sería el momento en el que nos daríamos cuenta de que éramos el uno para el otro porque yo sería la única capaz de comprenderte y ayudarte. Resultó que al final, solo fui una ilusa y una ingenua.
Finalmente, decidí dejar ir tu recuerdo. Tu presencia ya no formaba parte de mi vida cotidiana. Creo que he comprendido que me merecía otro tipo de felicidad, que el amor no es, ni nunca podrá ser, una emoción pasiva ni unilateral.
Sé que a quien escribo esto, nunca lo leerá. O quizás sí, ya no puedo asegurar nada. Independientemente de lo que suceda, ya no me importa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario